miércoles, 9 de febrero de 2011

Ciencia y Ficción


A veces ocurre. Ocurre cuando a una ya no le queda más remedio, porque se está ahogando en penas tontas, porque se agobia por cosas que no tienen más remedio que solucionarse por sí mismas. En ese momento aparece el maldito agujero de todos los domingos por la tarde, la madriguera de conejo perfectamente mullida, invitándola a tirarse de cabeza.

No es una panacea para mis problemas, pero desde luego es una salida como cualquier otra. Quizá sea más interesante ver a alguien entrar por la ventana que por la puerta, pero pocas cosas hay más ficticias que ponerse un vestido azul y un lazo en negro en la cabeza, creer que una se llama Alicia y dejarse llevar y arrastrar por un mundo paralelo de fantasía, hecho a medida y a golpe de realidad, por contradictorio que parezca.

Un golpe aquí, es un cuadro en la pared allí. Una mala contestación aquí, suena en vinilo francés y me hace bailar. Y todas esas cosas que han pasado y no me gustan, son pelusas grises que tengo encerradas en jaulas, algunas, claro, más grandes que otras.

Por esas tonterías que me rescatan de mí misma y le dan luz y color a las semanas de invierno.

Quiero preparar una sesión de fotos de fotomatón: me parece que son a la fotografía lo que los posit a la literatura. Ja.

lunes, 7 de febrero de 2011

Los delfines se rompen


Un niño es una alegría. O eso dicen las malas lenguas.

Yo lo fui. Tanto, tantísimo, que mi padre decidió regalar a mi madre un precioso conjunto decorativo para rememorar aquel momento tan importante. Se presentó en la joyería 'de la Mari', señaló, se envolvió y se lo llevó. Entramos a un mismo tiempo en casa: tres figuras y yo. Ésta es la historia de los delfines de cristal, ligada, por vicisitudes de la vida, a la mía propia.

Nunca fui una niña nerviosa, pero nunca dejé de ser una niña hasta que el tiempo me lo curó. Mi hermana se encargaba de romper todo lo que yo nunca me atreví a tocar. Por su culpa y nada más que por su culpa, el salón de nuestro piso estaba vetado por completo a nuestras combas, muñecos, coches y vinilos de Miliki, excepto los domingos cuando mi madre lo limpiaba y nosotras entrábamos a bailar como la charanga de mi pueblo.

“Verás cuando los rompas”. Era el cántico, el rezo, la oración que mi madre pronunciaba en casa todos los fines de semana y que no dejaba lugar a dudas: yo, y sólo yo, como una certeza ineludible, sería quien rompería los delfines el día menos pensado.

Siempre creí que en el salón reinaban ellos con su infinita fragilidad. Dijeron mil veces que los delfines me simbolizaban a mí. Desde los cinco años he intentado averiguar qué clase de metáfora retorcida hay circulando por el mundo como para que unos delfines de cristal me simbolicen, a mí, que puedo convertirme en casi cualquier cosa.

En los cumpleaños suelo ser yo, quiero pensar que por inercia, quien se siente delante de los delfines, acaso para protegerlos (y protegerme a mí también, ¿no?). En el último, mi tío Andrés dio un codazo a uno de ellos. El sobresalto fue tal que grité más que mi madre. Desde aquel día sé que es inevitable que acaben hechos cachitos en el suelo del salón.

Siempre he bromeado con la idea de que cuando tenga una gran crisis de identidad, cuando me encuentre perdida del todo y no sepa qué hacer con mi vida, cogeré la maza que tiene mi padre en el banco de trabajo y los destrozaré con la furia y la rabia contenida de todos estos años.