miércoles, 9 de diciembre de 2009

Canicas y horquillas


En la mesa del comedor puede una encontrarse cualquier cosa, desde una baraja de cartas mugrientas hasta las gomas elásticas marrones que tanta grima le dan a mi hermana. Amén de mi teoría personal de que todas las mesas de todas los comedores del mundo crían, por arte de magia, una o varias canicas que nunca han pertenecido a nadie, porque nadie recuerda nunca haber jugado con ellas en los últimos veinte años y, en cualquier caso, ningún niño dejaría sus canicas en el cajón de la mesa del comedor.

Lo que hay justo encima es un mantel de ganchillo que mi abuela hizo con las viruelas que da la vejez. Sirve de base para un centro de flores de plástico que, sin saber nadie cómo, ha desarrollado por sí mismo la capacidad de parecer mustio los días de lluvia y alegre con los rayos de sol que le arañan las hojas con barniz. Como alguacil al mando aparece un cenicero de cristal que, cansado de no recoger nunca la ceniza más que cuando a algún invitado grosero le da por fumar allí, se ha resignado y aguanta con renegación el fin último de todo cenicero de comedor: albergar horquillas que nadie usa y las cerillas de la boda del tío de la prima del vecino del segundo.

Debajo de la mesa suele estar el perro, mordiendo la zapatilla del primero que haya cometido la imprudencia de dormirse en el sofá, pero esta noche está tranquilo en su rincón. En parte porque hoy debajo de la mesa estoy yo. Costumbre y expresión que mantengo desde hace tiempo cada vez que, por algún motivo absurdo en algún absurdo momento, me convierto en el centro de atención y siento, poco a poco, cómo la sangre se me sube a la cabeza desafiando la ley de la gravedad. Sigo creyendo un poco que me vuelvo invisible aquí debajo.


Lua

1 comentario:

Anónimo dijo...

wow¡ me encanta como escribes=)
...absolutamente verídico¡ =P